Título: Cartas Marruecas
Autor: José Cadalso
Categoria: Literatura
Idioma: Espanhol
Cartas Marruecas José Cadalso
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Fragmento
Introducción
Desde que Miguel de Cervantes compuso la inmortal novela
en que criticó con tanto acierto algunas viciosas costumbres de
nuestros abuelos, que sus nietos hemos reemplazado con otras,
se han multiplicado las críticas de las naciones más cultas de
Europa en las plumas de autores más o menos imparciales; pero
las que han tenido más aceptación entre los hombres de mundo
y de letras son las que llevan el nombre de «cartas», que se
suponen escritas en este o aquel país por viajeros naturales de
reinos no sólo distantes, sino opuestos en religión, clima y
gobierno. El mayor suceso de esta especie de críticas debe
atribuirse al método epistolar, que hace su lectura más cómoda,
su distribución más fácil, y su estilo más ameno, como también
a lo extraño del carácter de los supuestos autores: de cuyo
conjunto resulta que, aunque en muchos casos no digan cosas
nuevas, las profieren siempre con cierta novedad que gusta.
Esta ficción no es tan natural en España, por ser menor el
número de los viajeros a quienes atribuir semejante obra. Sería
increíble el título de Cartas persianas, turcas o chinescas,
escritas de este lado de los Pirineos. Esta consideración me fue
siempre sensible porque, en vista de las costumbres que aún
conservamos de nuestros antiguos, las que hemos contraído del
trato de los extranjeros, y las que ni bien están admitidas ni
desechadas, siempre me pareció que podría trabajarse sobre
este asunto con suceso, introduciendo algún viajero venido de
lejanas tierras, o de tierras muy diferentes de las nuestras en
costumbres y usos.
La suerte quiso que, por muerte de un conocido mío, cayese
en mis manos un manuscrito cuyo título es: Cartas escritas por
un moro llamado Gazel Ben-Aly, a Ben-Beley, amigo suyo, sobre
los usos y costumbres de los españoles antiguos y modernos,
con algunas respuestas de Ben-Beley, y otras cartas relativas a
éstas.
Acabó su vida mi amigo antes que pudiese explicarme si
eran efectivamente cartas escritas por el autor que sonaba,
como se podía inferir del estilo, o si era pasatiempo del difunto,
en cuya composición hubiese gastado los últimos años de su
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vida. Ambos casos son posibles: el lector juzgará lo que piense
más acertado, conociendo que si estas Cartas son útiles o
inútiles, malas o buenas, importa poco la calidad del verdadero
autor.
Me he animado a publicarlas por cuanto en ellas no se trata
de religión ni de gobierno; pues se observará fácilmente que
son pocas las veces que por muy remota conexión se trata algo
de estos dos asuntos.
No hay en el original serie alguna de fechas, y me pareció
trabajo que dilataría mucho la publicación de esta obra el de
coordinarlas; por cuya razón no me he detenido en hacerlo ni en
decir el carácter de los que las escribieron. Esto último se
inferirá de su lectura. Algunas de ellas mantienen todo el estilo,
y aun el genio, digámoslo así, de la lengua arábiga su original;
parecerán ridículas sus frases a un europeo, sublimes y
pindáricas contra el carácter del estilo epistolar y común; pero
también parecerán inaguantables nuestras locuciones a un
africano. ¿Cuál tiene razón? ¡No lo sé! No me atrevo a decirlo;
ni creo que pueda hacerlo sino uno que ni sea africano ni
europeo. La naturaleza es la única que pueda ser juez; pero su
voz, ¿dónde suena? Tampoco lo sé. Es demasiada la confusión
de otras voces para que se oiga la de la común madre en
muchos asuntos de los que se presentan en el trato diario de los
hombres.
Pero se humillaría demasiado mi amor propio dándome al
público como mero editor de estas cartas. Para desagravio de
mi vanidad y presunción, iba yo a imitar el método común de
los que, hallándose en el mismo caso de publicar obras ajenas a
falta de suyas propias, las cargan de notas, comentarios,
corolarios, escolios, variantes y apéndices; ya agraviando el
texto, ya desfigurándolo, ya truncando el sentido, ya
abrumando al pacífico y muy humilde lector con noticias
impertinentes, o ya distrayéndole con llamadas importunas, de
modo que, desfalcando al autor del mérito genuino, tal cual lo
tenga, y aumentando el volumen de la obra, adquieren para sí
mismos, a costa de mucho trabajo, el no esperado, pero sí
merecido nombre de fastidiosos. En este supuesto, determiné
poner un competente número de notas en los parajes en que
veía, o me parecía ver, equivocaciones en el moro viajante, o
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extravagancias en su amigo, o yerros tal vez de los copiantes,
poniéndolas con su estrella, número o letra, al pie de cada
página, como es costumbre.
Acompañábame otra razón que no tienen los más editores.
Si yo me pusiese a publicar con dicho método las obras de algún
autor difunto siete siglos ha, yo mismo me reiría de la empresa,
porque me parecería trabajo absurdo el de indagar lo que quiso
decir un hombre entre cuya muerte y mi nacimiento habían
pasado seiscientos años; pero el amigo que me dejó el
manuscrito de estas Cartas y que, según las más juiciosas
conjeturas, fue el verdadero autor de ellas, era tan mío y yo tan
suyo, que éramos uno propio; y sé yo su modo de pensar como
el mío mismo, sobre ser tan rigurosamente mi contemporáneo,
que nació en el mismo año, mes, día e instante que yo; de
modo que por todas estas razones, y alguna otra que callo,
puedo llamar esta obra mía sin ofender a la verdad, cuyo
nombre he venerado siempre, aun cuando la he visto atada al
carro de la mentira triunfante (frase que nada significa y, por
tanto, muy propia para un prólogo como éste u otro cualquiera).
Aun así -díceme un amigo que tengo, sumamente severo y
tétrico en materia de crítica-, no soy de parecer que tales notas
se pongan. Podrían aumentar el peso y tamaño del libro, y éste
es el mayor inconveniente que puede tener una obra moderna.
Los antiguos se pesaban por quintales, como el hierro, y las de
nuestros días por quilates, como las piedras preciosas; se
medían aquéllas por palmos, como las lanzas, y éstas por
dedos, como los espadines: conque así sea la obra cual sea,
pero sea corta.
Admiré su profundo juicio, y le obedecí, reduciendo estas
hojas al menor número posible, no obstante la repugnancia que
arriba dije; y empiezo observando lo mismo respecto a esta
introducción preliminar, advertencia, prólogo, proemio, prefacio,
o lo que sea, por no aumentar el número de los que entran
confesando lo tedioso de estas especies de preparaciones y, no
obstante su confesión, prosiguen con el mismo vicio, ofendiendo
gravemente al prójimo con el abuso de su paciencia.
Algo más me ha detenido otra consideración que, a la
verdad, es muy fuerte, y tanto, que me hube de resolver a no
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publicar esta corta obra, a saber: que no ha de gustar, ni puede
gustar. Me fundo en lo siguiente:
Estas cartas tratan del carácter nacional, cual lo es en el día
y cual lo ha sido. Para manejar esta crítica al gusto de unos,
sería preciso ajar la nación, llenarla de improperios y no hallar
en ella cosa alguna de mediano mérito. Para complacer a otros,
sería igualmente necesario alabar todo lo que nos ofrece el
examen de su genio, y ensalzar todo lo que en sí es reprensible.
Cualquiera de estos dos sistemas que se siguiese en las Cartas
marruecas tendría gran número de apasionados; y a costa de
mal conceptuarse con unos, el autor se hubiera congraciado con
otros. Pero en la imparcialidad que reina en ellas, es
indispensable contraer el odio de ambas parcialidades. Es
verdad que este justo medio es el que debe procurar seguir un
hombre que quiera hacer algún uso de su razón; pero es
también el de hacerse sospechoso a los preocupados de ambos
extremos. Por ejemplo, un español de los que llaman rancios irá
perdiendo parte de su gravedad, y casi casi llegará a sonreírse
cuando lea alguna especie de sátira contra el amor a la
novedad; pero cuando llegue al párrafo siguiente y vea que el
autor de la carta alaba en la novedad alguna cosa útil, que no
conocieron los antiguos, tirará el libro al brasero y exclamará:
«¡Jesús, María y José, este hombre es traidor a su patria!». Por
la contraria, cuando uno de estos que se avergüenzan de haber
nacido de este lado de los Pirineos vaya leyendo un panegírico
de muchas cosas buenas que podemos haber contraído de los
extranjeros, dará sin duda mil besos a tan agradables páginas;
pero si tiene la paciencia de leer pocos renglones más, y llega a
alguna reflexión sobre lo sensible que es la pérdida de alguna
parte apreciable de nuestro antiguo carácter, arrojará el libro a
la chimenea y dirá a su ayuda de cámara: «Esto es absurdo,
ridículo, impertinente, abominable y pitoyable».
En consecuencia de esto, si yo, pobre editor de esta crítica,
me presento en cualquiera casa de una de estas dos órdenes,
aunque me reciban con algún buen modo, no podrán quitarme
que yo me diga, según las circunstancias: «En este instante
están diciendo entre sí: 'Este hombre es un mal español'; o
bien: 'Este hombre es un bárbaro'». Pero mi amor propio me
consolará (como suele a otros en muchos casos), y me diré a mí
mismo: «Yo no soy más que un hombre de bien, que he dado a
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luz un papel que me ha parecido muy imparcial, sobre el asunto
más delicado que hay en el mundo, cual es la crítica de una
nación».
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